jueves, 15 de noviembre de 2012

Consejos de una chica mala



Por Lina Vargas para Revista Arcadia

Si usted quería ser independiente, exitosa y sexy tenía que leer a Helen Gurley Brown. Era la segunda mitad de la década del sesenta en Estados Unidos y las mujeres no hacían otra cosa que quedarse en casa, besar a sus maridos cada mañana antes de que estos salieran a trabajar y luego dedicarse a lucir –al igual que sus hogares– recatadamente perfectas. Y, por supuesto, a tener hijos. Entre tanto, un esforzado movimiento por la liberación de la mujer intentaba hablar sobre sexualidad femenina y derechos de reproducción sin que apenas una pequeña parte de la sociedad entendiera su mensaje mientras otra, mucho mayor, lo condenaba. En esa segunda mitad de los sesenta, Helen Gurley Brown se convirtió en la directora de la revista Cosmopolitan. Tenía cuarenta y tres años, un peso que jamás subió de los cincuenta kilos y una cierta fama por la reciente publicación de su libro El sexo y la joven en Norteamérica. Gurley Brown murió el pasado agosto a los noventa años. Su paso por Cosmopolitan –que gracias a ella es la revista para mujeres más vendida en el mundo– y sus diez libros publicados se sustentan en dos palabras que dieron un vuelco a la conservadora condición femenina de entonces: trabajo y sexo. El mensaje de Gurley Brown fue siempre el mismo: la independencia económica va de la mano con la autonomía sexual.
Todos sus libros son autobiográficos. Son detallados manuales de autoayuda que rondan las quinientas páginas, con una tremenda capacidad para burlarse de las propias torpezas y un tipo particular de lectoras: mujeres que pasan desapercibidas. Aunque también listas, intuitivas, egoístas, impacientes, obsesivas y algo excéntricas a las que Gurley Brown enseñó que el punto esencial para conseguir todo lo que quisieran era el trabajo. “De ahí proceden –escribió– el dinero, el éxito y el poder”.
Ella misma era una de esas mujeres. “Nunca me gustó el aspecto de la vida que me habían organizado –vulgar, provinciana y pobre–, y la rechacé a los siete años, pese a que entonces no contaba con muchos medios para rechazarla”, escribió en su libro El triunfo de la mujer. Para llegar a la dirección de Cosmopolitan, en una oficina tapizada de rosa en la calle cincuenta y siete en Manhattan, la diminuta y siempre maquillada Gurley Brown tuvo que recorrer un buen camino. Nació en Green Forest, un pueblito perdido en las montañas de Arkansas, sin duda hoy conocido únicamente porque ahí nació ella. Su padre, Ira, era un profesor rural que murió en un accidente de ascensor cuando Helen Marie tenía diez años. Según Jennifer Scanlon, autora de la biografía Bad Girls Go Everywhere, su madre Cleo era una mujer brillante que dejó la universidad para dedicarse a la familia. Tras la muerte del padre, las Gurley se mudaron a Los Ángeles, donde Mary, la hermana menor, contrajo polio. Helen Gurley Brown tuvo que buscar un empleo.
“Mi vida oficinesca –escribió en su libro El sexo y la oficina– empezó cuando yo era una mocosa de dieciocho años, de pecho liso, paliducha, con barros en la cara, muerta de miedo y convencida de que trabajar en una oficina era la cosa más terrible que podía sucederle a una mujer”. Frases como esta contrastan con la seguridad con la que Gurley Brown aconsejaría años después, siendo ya una celebridad de la vida social neoyorquina, a las lectoras de sus libros y de Cosmopolitan. Hay algo que salta a la vista cuando se leen sus dos primeros libros (El sexo y la joven en Norteamérica y El sexo y la oficina): había que empezar de cero. Gurley Brown sabía que le hablaba a mujeres sin dinero, desorientadas, reprimidas y alejadas del prototipo de belleza hollywoodense que por esa época era tan sagrado como los ideales de maternidad. Empezar de cero significaba, por ejemplo, dar explicaciones sobre por qué seguir sus consejos no suponía masculinizarse. “¿Tiene un hombre que elegir alguna vez entre ser una persona totalmente sexual y amar su trabajo? Pues claro que no, ¡ni tampoco usted tiene por qué hacerlo!”.
Con una minuciosidad increíble, nutrida por la experiencia de diecisiete empleos como secretaria y otros más como redactora en agencias de publicidad, Gurley Brown desarrolló la siguiente fórmula: usted quiere tener una vida excitante, es decir, con dinero, poder y hombres, pero, como ya sabemos, no es particularmente bonita, ni inteligente ni pertenece a una clase social alta. Por lo tanto, debe esforzarse durante un buen tiempo para conseguir lo que quiere. Un discurso en sintonía con el de las libertades individuales y el capitalismo en Estados Unidos, que venía acompañado de cientos de reglas de comportamiento.
Empezar de cero consistía también en definir qué era ser sexual –desde luego no acostarse con el primero que se apareciera, a menos que uno quisiera–: “Significa gustar del propio cuerpo, gustar del hecho de ser mujer, gustar de los hombres, gustar de sus cuerpos y gustar conjuntamente de su propio cuerpo y de los cuerpos de los hombres”, escribió en El triunfo de la mujer. Eso implicaba, entre otras cosas, vestirse y maquillarse para llamar la atención. A pesar de las burlas sobre los varios estiramientos faciales que se practicó y de la rabia de algunas feministas –con plantones incluidos– Gurley Brown revolucionó la concepción del deseo femenino. ¿Qué desean? fue la pregunta que hizo a las lectoras de sus libros y más tarde a las de Cosmopolitan que hoy suman los tres millones. ¿Qué es lo que hay al otro lado del escaparate? “El dinero, el reconocimiento, el éxito, los hombres, el prestigio, la autoridad, la dignidad. Cualquier cosa que estén mirando a través del cristal en el que tienen pegada la nariz se puede conseguir”. Gurley Brown fue la pionera de los consejos prácticos. Desde qué blusa usar hasta cómo mantener una conversación con un colega hombre. Desde qué tipo de rímel aplicarse hasta cómo dar un apretón de manos con la fuerza necesaria para ser tenida en cuenta.
Muchos la consideraron una falsa feminista por pretender una transformación a punta de cosméticos y faldas cortas. Representantes del movimiento de liberación de la mujer como Betty Friedman y Kate Millet acusaron a Cosmopolitan de ser una fantasía sexual inmadura y adolescente. Dijeron que Gurley Brown quería que las mujeres se acostaran con sus jefes, que era una reaccionaria y que promovía el acoso sexual en el trabajo. La compararon con Hugh Hefner. Lo que pocos sabían es que bajo esa aparente frivolidad, Gurley Brown estaba poniendo sobre la mesa temas como el sexo, el cuerpo, el aborto, la homosexualidad y la soltería que serían tratados por el feminismo años después.
Helen Gurley Brown citaba una frase de la escritora Carson McCullers para referirse a su infancia en Green Forest: “Debo regresar a casa cada cierto tiempo para renovar mi sentido del horror”. Convencida de que las angustias laborales, financieras y emocionales –que según cuenta tuvo por montones– actúan como combustible para el éxito, Gurley Brown encontró su oportunidad en las agencias de publicidad Foote, Cone & Belding y Kenyon & Eckhardt de Los Ángeles, donde obtuvo un contrato para escribir los anuncios de Max Factor y conoció a David Brown, un productor de películas con el que se casó en 1959. El matrimonio –sin hijos– duró hasta la muerte del señor Brown en el 2010.
Al parecer, David Brown escuchó una conversación telefónica de su esposa con una amiga en la que hablaban sobre sexo y le propuso escribir un libro. De allí salió El sexo y la joven en Norteamérica, que se publicó en 1962, vendió millones de copias y fue la inspiración para la película del mismo título con Natalie Wood.
Los Brown se mudaron a Nueva York y en 1963 la Corporación Hearst –dedicada al negocio de las publicaciones– le pidió a Gurley Brown que se hiciera cargo de Cosmopolitan. Era una revista sin lectores, con una tradición literaria que según el obituario de Gurley Brown que publicó el New York Times, tenía títulos desgarradoramente aburridos como “Diabetes: ¿Sus hijos la heredarán?”. En la primera edición de Cosmo bajo la dirección de Gurley Brown, publicada en julio de 1965, aparece una modelo voluptuosa y rubia, con una camisa de cuadros rojos, los ojos maquillados y la boca entreabierta. Los titulares eran “La nueva píldora que promete hacer sentir más a las mujeres”, “El mejor amante del mundo: ¿qué se siente ser seducida por él?” y “Cuando una chica trabajadora va al psiquiatra”.
Un extenso reportaje sobre Cosmopolitan que publicó el New York Times poco antes de la muerte de Gurley Brown –que en ese momento era la editora internacional de la revista– cuenta cómo Cosmopolitan pasó a ser un monstruo global que si uniera a las cien millones de lectoras de sus sesenta y cuatro ediciones internacionales, formaría el décimo segundo país más grande del mundo. Esas lectoras gastaron en el 2011, 1,4 billones de dólares en zapatos y compraron veinticuatro millones de jeans.
El mensaje de Gurley Brown –recordada por su sentido del ahorro y la austeridad– se desdibuja en las Cosmopolitan recientes que ya no parecen querer llegar a jovencitas confundidas sino a millones de consumistas. Paradójicamente, titulares como “Cuando tu vagina se siente rara después del sexo” y “Cincuenta poses pervertidas”, resultan menos trasgresores que decirle a una mujer que puede o no tener hijos.
En 1972, Burt Reynolds apareció desnudo en la página central de Cosmopolitan. Una nota decía: “Los editores hombres han descuidado los apetitos sexuales que nosotras, las chicas, apreciamos igual que ellos”. Además de haber sido un éxito y de impulsar la creación de la revista Play girl, la foto de Reynolds reforzó una idea que Gurley Brown nunca abandonó: los hombres son adorables. “Soy consciente de que los hombres han mantenido a las mujeres a un lado –dijo a la revista Salon– pero también sé que el sexo es fantástico con ellos, así que no puedes decir que todos son terribles, porque seguro los vas a necesitar”.
Su trabajo como publicista le permitió convertirse en una gran creadora de frases cortas y vendedoras. “Las chicas buenas van al cielo. Las malas van a todas partes”, solía decir. Ella, no cabe duda, jamás fue al cielo.

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